Resumen:
Desde que entró en crisis el Estado liberal puro –si lo hubo alguna vez- la intervención de los gobiernos en las economías nacionales ha venido acentuándose a través de los más diversos procedimientos. No hablamos por supuesto de países que han llegado a economías centralizadas, sino de aquellos como el nuestro, neoliberal y democrático, en los que la consigna del desarrollo – o crecimiento según mejor resuelvan los planificadores- parece flamear como un lávaro en manos de los que encabezan la marcha del respectivo país a un destino de progreso. En todo caso y en el más alto de los sentidos, al desarrollo hay que entenderlo con una doble proyección: la económica y la social. Esto es y en primer lugar, como una apropiada producción de bienes y servicios en relación a la población; y luego como una equitativa distribución de aquel volumen de producción entre esa masa poblacional en condiciones que sea capaz de compatibilizar con el afán último de toda sociedad: el bienestar común. Planificado o no siempre hay desarrollo en un país, porque "la vida social es movimiento y transformación cultural constante, si no por propia aptitud creadora al menos por difusión contaminante en un mundo cada vez más interdependiente y apretado. El "espíritu de la época" de Voltaire o la ley eterna de la imitación de Gabriel Tardé son vigencias tan ciertas y actuales como lo puede ser el viejo concepto sobre la lucha eterna de Heráclito. El automóvil, la televisión, las construcciones son signos externos del desarrollo al igual que las poblaciones callampas, las favelas, los suburbios pantanosos o el analfabetismo.